¡Qué devoción más extraordinaria! ¡Qué compendio de sensibilidades en la magnanimidad de un rostro!
Salió a la calle. Tras él se
enterraba gran parte de su memoria. Alguien cerró los portalones de la vieja
casa, cercenando una gran parte material de su vida; con él salía todo el amor
hacia el Todopoderoso, ungido en aquellos muros que contemplaran sus existencias,
toda la magnanimidad con la que fue instruido y que intentó transmitir, por las
gracias que le fueron concedidas por ese gran poder que mana del Espíritu
Santo, por la actuación, siempre acertada y oportuna, que obraba en su alma las
Maravillas de María.
Ya no le importaban aquellas
circunstancias que variaban sus costumbres vitales; ni aquellas promesas llenas
de progresismos acatetados que le fueron implantados y que subyugaban razonamientos sobre un bienestar que
venía adjunto a la prosperidad por la que tanto habían luchado, el regalo al
esfuerzo por la consecución de una vivienda digna durante muchísimos años.
Aquello llegaba tarde, con el retraso de la imposición de las ausencias, con la
merma de la presencia de aquella mujer con la que pasó casi toda su vida.
Era tarde porque los sueños que
no se comparten con quién se quiere, con quienes fueron engendrados, con
quienes te quieren, se prenden y consumen en la desazón de la peor nostalgia.
Era tarde porque no podía asirse del brazo de Esperanza, su mujer, y atravesar
juntos la calle Castilla y luego el puente, deambular por las calles de la
vieja ciudad para llegar, con las últimas luces de la tarde, con las prisas
arrinconando los primeros fríos de noviembre, hasta las puertas de Omnium
Sanctorum, y ver salir el cortejo, y luego a la Virgen de Todos los Santos.
¡Qué devoción más extraordinaria!
¡Qué compendio de sensibilidades en la magnanimidad de un rostro! La emoción
rebozaba por cada uno los poros de su piel mientras en los labios de la mujer
se musitaban, una y otra vez, las oraciones, los rosarios, y una petición que
jamás pudo llegar, su esposo, a desentrañar.
La acompañaban por la calle Feria. Él en silencio, a su lado, observándola, cambiando los caminos de las arenas por las irregularidades de los tramos adoquinados; ella embelesada por la dulzura de aquel rostro que le había robado el corazón cuando la mano materna la acercaba hasta su altar, en los años en los que vivieron en la Macarena, y una voz suave y delicada, le musitaba que aquella era la Madre de Dios, la Bienaventurada, la bendita Mediadora, y que aquel Niño hermoso era el Cristo, el Redentor, el que todo lo puede y todo lo entrega. En la infancia quedó prendado aquel mensaje que se reflejaba en el semblante pleno de dulzura que mantenía en vilo sus expectativas, a Quién pedía cuando los hijos enfermaban, cuando las circunstancias laborales se estrechaban porque las peonadas en el puerto eran cada vez menores y la escasez convertía la cotidianidad en un supremo ejercicio de supervivencia; a Ella encomendó el alma de su padre, y luego la de su madre, para que disfrutaran del descanso eterno junto a Dios, en aquellas marismas que otros hermanos buscaban desde la Macarena. A Ella, a la Virgen hermosa de Todos los Santos, encendía Esperanza, cada mañana, sin faltar ninguna mientras vivió y las fuerzas se lo permitieron, una mariposa que flotaba sobre una marea de aceites.
La acompañaban por la calle Feria. Él en silencio, a su lado, observándola, cambiando los caminos de las arenas por las irregularidades de los tramos adoquinados; ella embelesada por la dulzura de aquel rostro que le había robado el corazón cuando la mano materna la acercaba hasta su altar, en los años en los que vivieron en la Macarena, y una voz suave y delicada, le musitaba que aquella era la Madre de Dios, la Bienaventurada, la bendita Mediadora, y que aquel Niño hermoso era el Cristo, el Redentor, el que todo lo puede y todo lo entrega. En la infancia quedó prendado aquel mensaje que se reflejaba en el semblante pleno de dulzura que mantenía en vilo sus expectativas, a Quién pedía cuando los hijos enfermaban, cuando las circunstancias laborales se estrechaban porque las peonadas en el puerto eran cada vez menores y la escasez convertía la cotidianidad en un supremo ejercicio de supervivencia; a Ella encomendó el alma de su padre, y luego la de su madre, para que disfrutaran del descanso eterno junto a Dios, en aquellas marismas que otros hermanos buscaban desde la Macarena. A Ella, a la Virgen hermosa de Todos los Santos, encendía Esperanza, cada mañana, sin faltar ninguna mientras vivió y las fuerzas se lo permitieron, una mariposa que flotaba sobre una marea de aceites.
Antonio García Rodríguez
Foto: Juan Flores / Pasión en Sevilla |